Es media noche otra vez en mi cuarto. Las luces se me tornan pesadas, obesas, presionan mi corazón. La media noche ha entrado en mi cuarto, me saluda en mi soledad y me pregunta cómo estoy, le respondo que no sé, que estoy como siempre, como todas las veces que viene a verme y hace la misma pregunta.
Avanza hacia a mi, mientras carcome mi piel avejentada, ya son nueve. Ya son diez. Y me vuelvo más vieja, y me vuelvo más triste en mi cuarto.
Medias lunas se dibujan en mis ojeras, medias noches en vela. Yo y yo.
A esta reunión en mi cuarto suelo llegar temprano, se conversan una y otra vez los mismos temas, se mastican, se saborean, se tragan con dificultad, rasgan el pecho, se olvidan en el estomago y los ojos con sus oscuras medias lunas invertidas se cierran perpetuamente hasta el medio día, donde la hermana de la media noche viene a visitarme otra vez, y me mira, me recorre, me despierta y me dice, hoy, hoy no deberiamos vernos, ni ayer, ni hoy, ni mañana. El alba se quedó esperandote otra vez con cara ilusionada, con semblante tierno, con el rostro radiante, se quedo esperandote y surco el medio cielo sin ti otro día más. A lo que respondo. ¿Por qué me despiertas? No me molestes, quiero quedar olvidada aquí en mi cuarto, quiero quedar olvidada, dile al alba que ya no me espere, que no llegaré a su cita, dile. Y mi cuerpo se abraza a sí mismo, en la misma posición en la que se mantuvo nueve meses completos. Sin saber de media noches, medios días, albas, atardeceres.
En esa posición se queda olvidada hasta que el cuarto comienza a detestarla y la expulsa fuera, fuera, desnuda la lanza, afuera, desnuda. Y la medianoche se ha colado en mi cuarto otra vez. Ya son 20.